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Ojos de sangre

Portada diseñada por Laura Morales

Shenris oteó el firmamento. El ejército de Rawa estaba tomando posiciones frente a la ciudad. La humana la observó. Era una ciudad muy bonita con altas y esbeltas torres blancas. Sería una pena que quedara destruida. Una suave brisa alborotó su larga cabellera blanca. Con una sonrisa acarició la empuñadura de su espada.
Shenris era la capitana de un ejército de orcos elegida directamente por Muriel, la Reina de la Oscuridad, que esperaba en la Torre de Zordrak, al sur, su resurgir. Había sido asignada como jefa del ejército destinado al norte de Loreana, los Dragones Rojos.
            Frunció el entrecejo cuando pasó una catapulta, empujada por varios orcos, junto a ella. Les había dejado bien claro que no quería destrucción en la ciudad, era demasiado bonita. Y mucho menos deseaba la muerte de civiles. Solo eran personas inocentes inmersas en una guerra en la que no tenían nada que ver.
—¡Soldados! —llamó con voz autoritaria. Los orcos se detuvieron y se volvieron a ella—. Les dije que no quería catapultas. Lucharemos solo con nuestras armas. No queremos más muertes de las necesarias. Solo conquistar Rawa.
—Lo sabemos, señora —contestó uno de los orcos con su gutural acento—, pero el general Tamil nos ha ordenado que pongamos las catapultas en primera línea.
 Shenris chasqueó la lengua. Tamil. Siempre estaba llevándole la contraria. No confiaba en él.
 —Olvidad su orden —ordenó—. Llevad las catapultas atrás. Y vigilad que nadie las use.
Acto seguido comenzó a andar. Atravesó el campamento entre los orcos que se movían de un lado a otro, preparándose para la batalla, hasta llegar a la tienda de Tamil. Lo encontró colocándose la armadura con ayuda de dos soldados humanos. Cuando Shenris entró, el hombre alzó la mirada y la miró fijamente. Desde que le conoció, sus ojos la habían impresionado. Eran de color rojo como la sangre. La misma sangre que  teñía el acero de su espada. Siempre había sido un hombre violento, y su ambición y crueldad no  conocía límites.  Por eso la Reina de la Oscuridad lo había relegado al puesto de general. Ella no quería destruir Loreana, solo conquistarla. No le convenía que un hombre como Tamil mandara sus ejércitos. Y por eso Shenris no confiaba en él.
 —Hola, capitana —saludó él con un deje de ironía en la voz.
 En lugar de contestar, ella ordenó a los soldados que los dejaran solos. Después se acercó al hombre hasta encararse con él.
 —¿Por qué demonios has ordenado que pongan las catapultas en primera línea? —preguntó intentando mantener su actitud de superioridad al mirarle a los ojos. Esos ojos que tanto la intimidaban.
 Él dio un paso atrás, despreocupado.
—Pensé que nos ayudarían a ganar la batalla.
—Las catapultas —replicó ella— producen muertes innecesarias y nuestra Reina no desea eso.
—¡Intentamos conquistar Loreana, Shenris!
—¡Conquistar! —ella dio un paso al frente—. No destruir.
—Te estás equivocando, y lo sabes.
—Me equivoque o no, yo soy la capitana de los Dragones Rojos. No vuelvas a llevarme la contraria.
—¿Y qué harás si la Reina falta? No olvides que el príncipe de Aredia ha ido a la Torre de Zordrack con la misión de destruirla ¿Qué harás si lo consigue? ¿Seguirás obedeciendo sus órdenes?
—Si ella falta —Shenris habló en un susurro— ya nada importará. Nuestros orcos desaparecerán y no podremos hacer nada. Así que, como capitana, te ordeno que cumplas mis órdenes ¡o atente a las consecuencias!
 Con un ligero movimiento se giró y salió de la habitación. Pero antes de salir pudo escuchar que Tamil susurraba:
 —Los orcos no desean esto.
 Esas palabras preocuparon a Shenris. Era cierto que los orcos eran criaturas violentas, pero acataban las órdenes de su Reina. Aunque la capitana no pudo evitar preguntarse si sus ansias de violencia no serían más fuertes que su lealtad.
 Mientras caminaba entre las hordas de orcos se dio cuenta de que la batalla estaba a punto de comenzar. Andó con paso ligero hasta su puesto, en primera línea, como correspondía a la capitana de un ejército.
 Los orcos rugían y gritaban con su gutural acento, ansiosos de entrar en batalla, cuando ella llegó. El ejército de Rawa había terminado de posicionarse frente a la ciudad. Shenris sonrió comprendiendo. Ella también defendería hasta la muerte una ciudad como Rawa. Por desgracia, muchos de aquellos valientes soldados morirían en aquella batalla.
 Observó su propio ejército. Había llegado el momento. Desenvainó su espada con un sonido metálico y la sostuvo en alto. De pronto, el rugido  de los orcos cesó y todos guardaron silencio. Sólo dos palabras desataron la vorágine de la batalla. Sólo dos palabras fueron las causantes de lo que iba a suceder a continuación.
 —¡Por Muriel! —gritó Shenris con todo el poder de su garganta.
 Entonces, todos los orcos atravesaron a gran velocidad la llanura con sus armas en alto, dispuestos a conquistar Rawa. Shenris observó la gran mole de orcos estrellarse contra el ejercito humano y, sin pensarlo, se unió a ellos.
 Cuando llegó al centro de la batalla, un soldado de Rawa la atacó. La mujer esquivó la espada, y hundió la suya en el estomago de su atacante con un limpio movimiento. A este le siguió otro. Y luego otro más.
 Y entonces, cuando el fragor de la batalla la había poseído por completo y sus ropas estaban teñidas con la sangre de sus enemigos, todo cambió. Empezó a observar algo extraño en la actitud de su ejército. Estaban avanzando. Hacia la ciudad.
 Maldijo por lo bajo. Había ordenado que no entraran en la ciudad. Solo debían acabar con el ejército.
 —¿Qué hacéis? —preguntó gritando—. ¡Volved atrás!
 Pero los orcos la ignoraron y continuaron su camino hacia la ciudadela. Y, de pronto, una roca cayó del cielo. Se estrello justo encima de varios soldados humanos matándolos al instante. Cuando se giró para ver qué había pasado lo vio todo claro.
 Varias catapultas se habían adelantado y estaban lanzando sus letales proyectiles. Junto a ellas estaba Tamil, con su reluciente armadura y sus ojos de sangre observándolo todo, con una siniestra sonrisa en los labios.
 Shenris gritó, ordenando a los orcos que detuvieran la marcha, pero no solo hicieron caso omiso, sino que dos orcos se abalanzaron sobre ella, dispuestos a matarla. Acabó con los dos de un solo movimiento.
 Entendió entonces lo que había sucedido. Tamil había embaucado a los orcos para que cumplieran sus órdenes y no las de Shenris.
 Corrió a través de los orcos que asesinaban con violencia a los soldados humanos. Varios de ellos la atacaron por el camino, pero se deshizo de ellos sin problemas. Aquello no podía seguir así. La Reina de la Oscuridad había ordenado que no se hicieran derramamientos de sangre innecesarios.
 Llegó frente a Tamil. El general la esperaba ya con su espada desenvainada y esos ojos rojos fijos en ella.
 —¿Qué has hecho, Tamil? —le espetó Shenris.
 Tamil lanzó una siniestra sonrisa.
 —No te imaginas —dijo— lo fácil que ha sido convencer a tu ejército de que te traicionase. Sólo he tenido que prometerles sangre.
 La Reina te castigará por esto y…
 —¡No! —la interrumpió él mientras daba un paso al frente, acercándose un poco más a ella—. Me recompensará. Le serviré la ciudad de Rawa a sus pies. Algo que tú no podrías hacer con tus métodos.
 La batalla seguía su curso alrededor de ellos. Daba la sensación de que los demás soldados, tanto humanos como orcos, se habían olvidado de ellos.
 —Mis métodos son las ordenes de Muriel —replicó ella, haciéndose oír sobre el fragor de la batalla.
 Tamil alzó la espada apuntando con ella a la mujer.
 —¿Y cómo se yo que son realmente sus ordenes? —preguntó—. ¿Cómo se que no me has engañado?
 Shenris no podía creer lo que oía.
 —Te has vuelto loco, Tamil —gritó—. Tu codicia y tu maldad te han hecho perder la cabeza.
 Y tras decir esto, Shenris atacó. Las espadas entrechocaron  una y otra vez mientras se atacaban y defendían con gráciles movimientos. Shenris tenía claro que debía acabar con la vida de ese miserable. De todas formas, si no lo hacía ella, lo haría Muriel.
Esquivó la espada de Tamil con un salto y contraatacó. El acero penetró en el hombro del general. Pero casi al mismo tiempo, Tamil lanzó un tajo a su pierna. Los dos retrocedieron unos pasos, observándose mutuamente. Giraron en círculos midiendo sus movimientos.
Shenris observó que el ejército de orcos había llegado ya a las puertas de Rawa. Una roca se estrelló sobre la imponente muralla derrumbándola parcialmente. Dentro de poco entrarían y empezarían a morir inocentes.
 Con un rápido movimiento volvió a atacar. Tamil detuvo la estocada con su espada y contraatacó. Shenris esquivó el acero.
 Y entonces sucedió. La mujer notó que el cielo se ennegrecía con rapidez, cubierto por oscuras nubes. Comenzó a soplar un fuerte viento que alborotó su melena blanca. Y se dio cuenta de que los orcos que atacaban la ciudad comenzaban a emitir un leve fulgor blanquecino.
 Los dos detuvieron sus ataques extrañados, observando cómo los orcos que había a su alrededor empezaban a desaparecer en explosiones de luz.
 —Muriel ha sido derrotada —dijo Tamil mirándola con sus ojos de sangre—. ¿Qué harás ahora?
 Un fuerte vendaval azotaba ya sus cuerpos. Los orcos explotaban por doquier.
—El príncipe de Aredia ha conseguido su objetivo —susurró el general.
 Y, entonces, sin previo aviso, la atacó. Shenris no tuvo tiempo de defenderse cuando el acero se clavó en su carne. Por suerte, había podido moverse lo suficiente para que la espada  entrara en su brazo y no en su pecho. Con un rápido movimiento, y con la espada de Tamil aún clavada en su piel hundió su propia arma en el estomago del hombre. Vio como esos ojos rojos que tanto la impresionaban perdían su brillo asesino. Hirviendo de ira, Shenris retorció su arma en las entrañas de su enemigo. Y entonces, Tamil murió.
 Shenris cayó al suelo agotada. Los orcos habían desaparecido ya, y el viento había remitido. Solo escuchaba los gritos de júbilo que emitía los soldados de Rawa, celebrando la victoria de Dareth, el príncipe de Aredia.
 Derrotada y dolorida, la capitana de los Dragones Rojos se puso en pie a duras penas. Se alejó de la ciudad, apretándose con fuerza el brazo herido, para esconderse en las montañas. Desde allí observo Rawa. Había estado a punto de conquistarla pero su reina había sido derrotada. Y ahora, a ella, ya no le quedaba nada.

Relato incluido en El guardián de la fantasía.
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